dilluns, 17 d’agost del 2015

Huéscar 1998

Cincuenta y nueve años habían pasado
y la herida seguía expulsando pus.
"Siento aún la metralla", le recuerdo afirmar
mientras nos enseñaba su inválida rodilla.
Mi abuelo había muerto dos años atrás
justo aquel mismo día, de un cáncer de pulmón;
al mostrarle su foto, aquel hombre no pudo
evitar que una lágrima mojara sus pestañas.
Mientras se levantaba sobre su bastón
temblando como un mirlo recién nacido dijo
"¿Cómo iba a olvidarme yo de esta cara"
y detuvo sus ascenso a medio camino
con gesto de dolor. Mi padre lo tomó
del brazo ayudándolo a incorporarse.
Estábamos en Huéscar, el pueblo de mi abuela,
tendría trece años, yo, y mi hermana seis.
Era nuestro primer viaje en familia;
quisimos acercarnos a la falda La Sagra,
provincia de Granada, y visitar los pueblos
de las dos santas, donde nacieron mis abuelos.
Al saberlo, mi yaya, nos pidió que buscáramos
 al hombre que ahora teníamos delante,
quiso que le mostráramos la la foto de cuando él
 estuvo en el frente. El hombre balbuceaba,
intentaba hablar, trataba de explicarnos
como se conocieron: "En la guerra luchamos
en la misma milicia. ¡Con los rojos!", decía 
con orgullo, ignorando -o simulando ignorar- 
con qué facción habían compartido armas. 
"Mira hijo, yo estaba labrando tan tranquilo el 
huerto del señorito cuando me pusieron 
un fusil en la mano", afirmaba mi abuelo 
cuando le preguntaba alguna vez por ello, 
 "un día desperté y el señor se había ido; 
<si no matas te matan> me dijeron... y... ¡ya'stá!" 
concluía, con esta expresión tan grana'ina. 
"Su suegro", le decía a mi madre, "su suegro 
me libró de la muerte: me habían herido 
 en la rodilla y mis compañeros me dejaron 
abandonado en medio del campo de batalla. 
Cuando cayó la noche, su padre abandonó el
pelotón y me vino a buscar. Agazapado,
para que no nos vieran, me colgó de su cuello
y cargó con mi peso, mientras se arrastraba
entre las demás bajas del día, hasta llegar,
de nuevo, al enclave en el que dormían
nuestros camaradas... Ahora estaría muerto",
suspiró al mostrarnos la herida aún abierta.
"Pus de miedo me llora a menudo la herida,
y hace cincuenta y nueve años de aquel día"
se lamentó poéticamente el anciano.
Cuando nos despedimos, nos dio un fuerte abrazo
a cada uno y dijo: "que descanse en paz".
Lo dejamos sentado en el bar, con su pus,
su herida y sus recuerdos. Regresamos a casa.
Nunca volvimos a saber nada más de él;
espero que descanse tranquilo en algún nicho
del cementerio que hay en el pueblo que vio
nacer a mi abuela y que el llanto haya cesado.
Tantos cuerpos habitan, quebrados, nuestro olvido.