Te escribiré un estúpido soneto
con cuatro versos bien metrados, justos
y rimados; redondos pero insulsos,
perfectos y acabados pero huecos.
Con un lenguaje llano, claro y neto,
dibujaré una imagen a tu gusto
y a hurtadillas, como creo justo,
te diré qué vivir es el correcto:
Te enseñaré, de aquello cotidiano,
la belleza, y a no querer cambiar
nunca lo dado; o te instigaré a
no admitir la injusticia y a mi lado,
contra lo impuesto, uno y otro, luchar;
o, más aún, envelesado, cantaré
tu rostro como un fruto madurando,
tus ojos como luces, como el mar,
tu vida como un sueño que amaré.
Sólo para que aplaudas tu mi verso;
tu, cualquiera que aplauda, sea con gusto o
sin él, pero que apluada mi augusto
cantar, mi tan forzado y burdo gesto.
Y, si es conveniente, todo el texto
cambiaré para huir de tu disgusto,
no importándonos ya este verso absurdo,
ni tu, ni yo -tan futil y concreto-,
si no un abstracto reconocimiento,
que satisfaga así mi identidad,
sin ser nunca por nadie satisfecho,
que me obligue de nuevo a demostrar
el mérito adquirido por momentos
hasta que ante otro deba actuar.
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